Final o Principio
Resulta
increíble, pero creo que he llegado a mi última etapa. Han sido muchos años de
caminar de ciudad en ciudad, de conocer gentes de lo más variado. Desde esta
celda, que probablemente será mi último hogar, me vienen a la mente recuerdos
de las muchas personas que han pasado por mis clases, de la mucha gente que ha
querido creer y hacer suyas mis enseñanzas, mis ideas. Bueno, mías no siempre,
que también he ido yo aprendiendo a entender el mundo, la naturaleza, las
ideas.
Aunque tengo esa
impresión tenue, pero certera, de que mi energía va decayendo, quiero aplicar
tinta a mi memoria y dejar escritas mis experiencias del mundo. Pensarás,
lector, que me mueve la soberbia de quien busca perdurar en el tiempo, pero mi
experiencia me demuestra que esas vanidades sirven de bien poco cuando nuestra
alma abandona el cuerpo para reunirse con el Creador. Si escribo estos
recuerdos es para que quienes me conocieron de niños y jóvenes puedan contar a
sus hijos, a sus amigos, que una vez enseñaron algo sobre la vida a este
maestro que, en su día, peregrinó de pueblo en pueblo buscando el conocimiento
y transmitiendo su curiosidad a quienes conoció a su paso.
Todo comenzó
aquel día en el que el Padre Prior me llamó a su habitación. Hasta ese día, yo
había sido un simple huésped, un novicio de un convento en el que, además de
libros y oraciones había mucho silencio. Los padres cartujos me habían visto
crecer y ya hacía tiempo que, además de mis labores como ayudante de los legos
y familiares, muchos de los frailes dedicaban un tiempo a enseñarme cosas de
libros, palabras, sabidurías antiguas y nuevas y a instruirme en las demás
labores que se acometían allá. Ese día, el Prior me llamó para hablar conmigo y
me preguntó directamente, como era su costumbre, si había pensado alguna vez en
tomar los sagrados votos y ser uno más de ellos.
La verdad es que
la pregunta del prior me pilló por sorpresa. Mis días como familiar en La
Cartuja siempre fueron interesantes, siempre aprendiendo, siempre compartiendo
la vida de esos monjes silenciosos tan concentrados en sus rezos y sus tareas.
Era la vida que conocía, pero, claro, yo no había estado nunca en otro sitio.
Los muros, las tierras de los monjes eran mi mundo aunque ya intuía yo que
fuera de esos muros había muchos mundos más. Y ese imán potente me hizo tomar
la decisión más importante de mi vida: Quería salir de esa zona conocida, del
mundo en el que estaba instalado por las circunstancias, y ver qué había más
allá de los muros de mi infancia.
Con lo que no
contaba era con los efectos secundarios de mi decisión, ni con que esos efectos
iban a tener un impacto tan fundamental en mi vida a partir de ese momento. “Padre
Prior”, dije en voz baja, sin atreverme a mirarlo a los ojos como en tantas
otras ocasiones, “me siento muy honrado por vuestra invitación, pero quisiera,
antes de renunciar al mundo, conocerlo. Quisiera ir a todos esos lugares
maravillosos de los que hablan los peregrinos, me gustaría aprender las lenguas
extrañas de otros pueblos… Padre, quiero aprender todo lo que me pueda enseñar
la realidad que se queda fuera de los muros de La Cartuja y contársela a quien
quiera escucharla para que aprendan y disfruten tanto como yo hago en esta
Casa.”
Si mi respuesta
sorprendió al prior, desde luego no se le notó. Me pareció ver una sonrisa que
se asomaba a sus labios. El prior acercó su mano y me alzó la barbilla para que
pudiera ver sus ojos. “Ya imaginaba yo que el voto de silencio iba a ser todo
un desafío para alguien como tú, alguien que disfruta con las palabras y a
quien le gusta jugar con ellas. Tu mirada inquisidora siempre te ha precedido,
el brillo de los ojos sedientos de absorber conocimientos ha sido siempre tu
escudo de armas. Comprendo perfectamente tu inquietud y acepto tu decisión de
no tomar los votos, pero, tendrás que comprender tú que esa decisión, como
todas, viene con sus consecuencias. Tendrás que dejar la Cartuja.”
Todavía hoy,
decenas de años después, noto cómo los músculos de mi cuerpo perdieron su tensión
presa del desánimo. Esas cinco palabras acababan de exiliarme del mundo
conocido para mí, de la seguridad de los muros conocidos, de la calma de la
rutina monástica. Esas cinco palabras, como un pentagrama, acababan de poner mi
mundo cabeza abajo: la seriedad en el rostro del prior no dejaba lugar a duda,
mi decisión me dejaba en el limbo, no, en el abismo insondable de la
incertidumbre. En mi cabeza se sucedían rápidamente imágenes caóticas, a cual
más disparatada: el sol ya no salía por oriente y se ocultaba por occidente,
las estrellas tintaban el día junto con la luna y el sol enfriaba las noches;
recuerdo incluso una imagen cómica de un caballo tendido en un carro que iba
tirado por personas…
Se ve que toda
esta inundación de imágenes incomprensibles y caóticas, fruto de mi miedo ante
lo desconocido, se pudo ver en mi rostro porque el prior volvió a tomarme de la
barbilla con mucho cariño para levantar mi cara y que le mirase a los ojos. En
aquellos ojos verdes y profundos como un lago reconocí un sentimiento de pesar
casi oculto por el amor que emanaba del brillo de sus pupilas. “Si puedes, dile
a tu cabeza que pare un momento y dame tiempo para explicarte por qué debes
abandonar el monasterio.” La voz del prior seguía siendo cariñosa y, como tantas
otras veces siendo niño, me sentí confortado y seguro por su sonido grave y
cálido.
-
¿Sabes lo que implican los votos, aparte
del hecho de que no podrías salir del monasterio nada más que en contadas
ocasiones?
-
No, padre prior. Supongo que tendré que
pasar más rato en la iglesia o solo en el trozo de terreno que me corresponda
cultivar y cuidar.
-
¿Qué votos hace un cartujo?
-
A ver si me acuerdo, me lo habéis contado
en muchas ocasiones. El primero –y aquí me sonrojé mucho, no lo pude evitar
entonces, aunque ahora me resulte cómico- es el de castidad.
-
¿Por qué no me sorprende que hayas
empezado por éste? No, no, no te preocupes y, si puedes, deja de sonrojarte,
que quien mire por la ventana pensará que hay un incendio aquí. Es normal,
tienes dieciséis años y tu cuerpo tiene sus exigencias. Sabes que, además del
voto de castidad, hacemos más, ¿verdad? Dime los otros.
-
A ver si lo recuerdo… obediencia y
pobreza. Pero obediencia al papa, no a los obispos ni otros príncipes de la
Iglesia.
-
Muy bien. Esos tres votos los hacen todos
los religiosos, aunque lo de obedecer solo al Papa es algo especial de nuestra
orden. ¿Qué más hace que los cartujos seamos diferentes de las demás órdenes y
congregaciones?
-
¿El silencio?
-
Bueno, el silencio es un gran compañero
que nos permite conseguir mejor los dos votos especiales que hacemos los
cartujos. Hacemos el compromiso ante Dios de mantenernos estables en el
monasterio y hacemos voto de cambiar nuestras costumbres para acercarnos así a
Dios a través de la contemplación.
-
Estables en el monasterio… ¿Eso quiere
decir que los cartujos nunca se trasladan de un monasterio a otro? ¿Siempre
viven en el mismo?
-
Exactamente.
-
Ah.
-
¿Por qué ese gesto de decepción?
-
Padre prior, creo que este voto sería
para mí una meta imposible. Tiene que haber tantas cosas fuera de estos muros
que no me veo con fuerzas para renunciar a conocerlas.
-
Eso pensaba yo. Aun así, te pregunto:
¿Serías capaz de cumplir los votos y hacer del resto de tu vida una entrega a
la contemplación y a la oración? Habla con sinceridad, no rebusques palabras y
dime lo que piensas con la mano en el corazón.
Al escuchar esa pregunta no pude evitar un suspiro profundo mientras
miraba por la ventana. La vista de la cartuja, con sus celdas, con los huertos
perfectamente alineados, cuidados y pulcros siempre me había dado serenidad.
Pero ahí estaba el muro que constreñía mi mundo. Y en el horizonte, mucho más
allá, se perdía la estrecha senda que salía desde el portón del monasterio.
Reflexioné sobre la pregunta del prior y, procurando contener la emoción, busqué
cuidadosamente las palabras para responder.
-
Padre, la pobreza material no me
preocupa, de hecho, nunca me he sentido dueño de nada, ni siquiera de la ropa
que llevo. Siempre se ha encargado el padre procurador de que tuviese lo necesario.
No me asusta, por tanto, hacer de la pobreza un voto. La obediencia… bien
sabéis vos que no tengo problema con ella, aunque no me he visto en ninguna
situación donde se me haya pedido algo absurdo, o impío… Pero dentro de la
cartuja, dudo mucho que llegara a verme en esa situación. Cambiar mis
costumbres: padre, ¿tendría que cambiar algo en mis costumbres habiendo vivido
siempre aquí en el monasterio?
-
Claro que no, –dijo el prior sonriente– Pero,
muchacho, dime: ¿qué pasa con los otros votos? Por el silencio no te voy a
preguntar, bien sé lo difícil que resulta a los padres y hermanos cartujos
cumplir con su silencio cuando estás cerca: tu curiosidad y tus deseos de
aprender no parecen tener límite. Si bien tengo fe en ti, no te veo que el
silencio sea una de tus virtudes.
-
Bueno, padre, si me gusta conversar es
por lo que aprendo de mis charlas con vos, los hermanos y los padres aquí en el
monasterio.
-
De acuerdo. ¿Qué hay de la castidad?
-
Sinceramente, no lo sé. Mi cuerpo me
transmite sensaciones que no entiendo bien y tampoco puedo controlar. A veces
pienso que me gustaría sentir el roce amoroso de otra piel en la mía, como
dicen algunos poetas, pero no imagino nada concreto. Bueno, a veces tampoco
puedo controlar lo que hacen o cómo reaccionan ciertas partes de mi cuerpo.
-
Es normal, querido muchacho, la mente
lleva un camino diferente del que elige el cuerpo. A veces nos domina la
carnalidad, otras podemos quedarnos en el espíritu y mantenernos en oración. La
pregunta, sin embargo, sigue ahí sin respuesta todavía: ¿serías capaz de
renunciar a todas las sensaciones de la carnalidad, prescindirías de los
placeres del cuerpo, renunciarías a perpetuar tu estirpe en la Tierra?
-
No lo sé, padre prior, no lo sé. Supongo
que sería difícil, pero puedo intentarlo.
-
Y seguramente lo conseguirías. ¿Qué me
dices del voto de estabilidad en el monasterio? ¿Estarías dispuesto a
considerar estos pocos metros cuadrados como tu casa hasta el final de tus
días? ¿Puedes renunciar a la inmensidad de la que hablabas antes?
Y así fue como la
imposibilidad de renunciar a lo desconocido, de renunciar al sexo y a la
exploración del ancho mundo de fuera del monasterio me hicieron asumir mi
destino: tenía que dejar la Cartuja, mi hogar de tantos años y lanzarme a una
aventura sin guión ni planes, sin más pertrechos que mis ganas de aprender, sin
más bagaje que un alma hasta entonces protegida deseosa y anhelante de llenar
su vacío de sentimientos, de saciar su anhelo de saber. Poco después de esta
conversación, salí del estudio del prior y fui a mi alojamiento. Recé, lloré y,
tras una noche de sueños inquietos, al alba miré al padre Sol y le pedí que me
permitiera aceptar sus dones junto con el amor infinito e incondicional del
dios que me había acompañado desde mi infancia. Y con esos pertrechos y mis
pocas posesiones, acompañado de mi curiosidad y de no pocos miedos, dejé la
cartuja y me puse en marcha siguiendo aquel camino angosto que se perdía en la
distancia hasta convertirse en un horizonte prometedor.
Hermoso trozo de vida.
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