Episodio 1: Nostalgias

El Cabanyal-Canyamelar, València

Nunca pensé que echaría tanto de menos el silencio de la Cartuja. ¡Hay que ver el arte que se da la vida para sorprendernos! Por supuesto que al principio de mi periplo por el mundo añoraba la compañía tranquila de los monjes, pero la inmensidad de lo que iba conociendo me ayudaba a convertir la nostalgia en fuerza para seguir caminando, aunque no resultara fácil en absoluto.
Aún hoy veo en mi memoria la imagen de aquel adolescente que cerraba su niñez con el portón del claustro y dejaba atrás la seguridad del mundo que conoció hasta ese día. La despedida del prior la sentí como si hubiera perdido una parte de mi cuerpo; no quería dejar de oír aquella voz (por raras que fueran las ocasiones), ni de ver esos ojos pacíficos que me acompañaron siempre; pero no podía quedarme: El prior me había dejado claro que, si quería conocer el mundo, tenía que dejar el monasterio, y así fue, tuve que marchar.
La víspera de mi marcha, los padres hicieron una excepción: el prior los dispensó de su voto de silencio y todos aprovecharon la colación de la noche para conversar conmigo. Cada “que Dios te acompañe en tu camino” iba oprimiendo un poco más esa llave interior que controla las lágrimas y así, cuando se acercó el prior en último lugar, yo estaba más cerca de las lágrimas que de la alegría por la nueva etapa de mi vida.
“Noto cierto brillo en tus ojos”, dijo el prior sonriéndome. Como pude le expliqué que, a pesar de que iba a poder cumplir mi sueño de conocer el mundo que había fuera del convento, sentía una gran pena por tener que despedirme de todos ellos que, sin serlo de sangre, eran mi familia de muchos años. Una vez más, el gesto amable y cariñoso del prior me dio cierto sosiego, aunque la tristeza seguía ahí y con ella me fui a dormir.
Cuando me desperté vi que los padres me habían dejado muchas cosas a la puerta de la celda en la que dormía: víveres, libros, un zurrón para llevar mis cosas, útiles de escritura, ropa… Volví a emocionarme con mi familia: a pesar de que me marchaba y los dejaba allí, ellos se esforzaban en desearme buen camino y acompañaban los deseos con pequeñas ayudas materiales que, seguro, me irían bien en algún momento. Todavía no tenía claro el destino de mi viaje, aunque uno de los padres me había dicho la noche anterior que había escrito al cura del pueblo más cercano a la Cartuja y le había hablado de mí; en su respuesta, le había ofrecido la casa parroquial para que hiciera una pausa allí en caso de que conviniera a mis planes, esos que todavía no estaban claros.
Conseguí a duras penas evitar que mis emociones se desbocaran y logré tomar la primera decisión importante en esta etapa de mi vida: Iría al pueblo y, si el párroco no hubiera cambiado de opinión, me quedaría unos días para ver cómo era la vida fuera de la Cartuja y decidir a dónde encaminar mis pasos. Sabía que el pueblo estaba a media jornada de camino, así que me dispuse a apurar mis últimas horas en el monasterio: partiría después de la Misa Mayor para llegar al pueblo más o menos a Vísperas. Bueno, a última hora de la tarde, que ya no iba a tener el patrón de las horas canónicas. Recuerdo la risa que me entró en aquel momento: todavía no había amanecido del todo y ¡ya estaba buscando excusas para retrasar mi marcha!
Como otras veces, me levanté, pasé por la cocina a coger algo de fruta y me fui a pasear por los huertos con idea de llegar hasta mi roble favorito, el árbol en el que todos los padres sabían que me podían encontrar casi siempre. Las ramas de ese árbol majestuoso tenían un aire de grandeza acogedora y desde que llegué al convento siempre me sentí acogido a su sombra. Recuerdo haberme quedado dormido allí y lejos de asustarme por la soledad, me sentí acogido y protegido. Sé que puede costar creerlo, pero hace ya mucho tiempo que perdí la cuenta de las horas que he pasado junto a “mi roble”. Estaba claro que no podía marcharme de la cartuja sin despedirme de él. Abrazado al tronco apoyé la frente en la corteza áspera y, como siempre, me dejé embriagar por su olor. Pasaron por mi mente imágenes de los momentos que pasé allí, las cuitas que le confié, las noches en vela con la espalda apoyada firmemente en el tronco, con la sombra de las ramas protegiéndome del tiempo, absorbiendo de mi imaginación los fantasmas que tanto me asustaron en mi infancia… y ya no pude controlar más las lágrimas. Después de tantos años confiando al roble mis secretos más profundos, mis dudas, mis alegrías, mis penas, sabía que no le iban a molestar mis lágrimas, no hacía falta disimular, no era necesario pretender una fortaleza que, en ese momento, amenazaba con abandonarme: Si mi roble fue el primero en saber de mis dudas y de mi curiosidad por el mundo fuera del monasterio, no iba a pasar nada porque viera que me costaba despedirme de él. En ese momento, mi roble, además de un árbol grande y frondoso, era el símbolo de la vida que había llevado, era mi confidente, mi amigo, mi protector, mi refugio… ¿A quién no le cuesta despedirse de un Amigo (así, con mayúsculas) tan importante?
El encuentro con el roble señaló sin lugar a dudas el momento en el que fui consciente por primera vez de la enormidad de mi decisión, aunque fuera una decisión un tanto forzada por esa charla con el padre prior, una charla que parecía haber quedado oculta ya en la lejanía del tiempo (y no había pasado tanto, la verdad) y que la despedida de mi gran amigo hacía absolutamente real: no había vuelta atrás, ya me había comprometido conmigo mismo a ponerme en marcha para conocer el mundo exterior, no podía defraudarme, tenía que intentarlo a pesar del miedo. Sí, me dije, lo haré asustado, pero lo conseguiré, veré el mundo, hablaré con otras personas, conoceré los paisajes de los que hablan los libros, veré esos edificios maravillosos que pintan en los cuadros. Una vez más, mi roble me había ayudado a encontrar la calma y la fuerza para aparcar la tristeza y el miedo y empezar a moverme. Con las palmas de las manos en el tronco, miré hacia arriba, dejé que mi mirada se perdiese en la exuberancia del follaje y me despedí agradecido del árbol. Y me dije que alguna vez, cuando fuera ya un anciano, intentaría volver a reencontrarme con la cartuja y, sobre todo, con él. Me sequé las lágrimas con la manga y volví hacia mi celda a recoger las cosas para el camino.
Cargado ya con mis pertrechos, una manta y algo de comer, me dirigí al portón del monasterio donde me encontré con la sorpresa de que los padres, en vez de irse a sus celdas y a sus distintas tareas, habían acudido tras la misa a la puerta para despedirse de mí y desearme todos los bienes habidos y por haber. Tras otro momento de indecisión y de lágrimas, inicié por fin la marcha. Tenía unas pocas horas de camino hasta llegar al pueblo más cercano, donde pretendía aprovechar la hospitalidad del cura para aprender algo más sobre el camino que podía emprender. Si dejaba el mundo conocido para mí, no era para quedarme en el pueblo de al lado: quería conocer los lugares misteriosos de que hablan los libros, oír esas lenguas extrañas con las que el dios del Antiguo Testamento castigó la soberbia de los artífices de la Torre de Babel y que el Dios del Nuevo convirtió en don para los Doce Apóstoles. Quería ver la inmensidad del mar, la belleza de los paisajes, conocer esos castillos donde las leyendas situaban princesas y batallas contra seres mágicos. Quería, en definitiva, llenar con imágenes reales los surcos que los libros habían arado en mi memoria, convertir en recuerdos y experiencias las fantasías que habitaban mi cabeza adolescente, vivir aventuras…
Y así llegué al pueblo. El cura me acogió hospitalario en la casa parroquial y me preguntó si, además de mi equipaje, tenía dinero o algún recurso para poder ir a posadas y mesones y comer algo por el camino. La verdad es que sabía que los víveres que me habían dado los padres ni podían durar mucho tiempo, y que la Naturaleza tenía también sus tiempos y no podría sostenerme de manera ilimitada: no me veía capaz de cazar y nunca había aprendido el arte de la pesca, así que no podía contar con ese tipo de provisiones, salvo que la caridad de la gente del camino quisiera compartir esas vituallas conmigo. Además, no son tantas las plantas silvestres que puedan regalarme comida, tendría que pedirlas también a los labradores y contar con su caridad para seguir comiendo. Pero yo era un joven sano, con fuerza y además sabía trabajar la tierra, otro regalo más de los padres, así que, charlando con el cura le pregunté por las posibilidades que tenía de trabajar algunos días o de intercambiar lo que yo sabía por comida y alojamiento.
“De momento, quédate unos días aquí”, dijo el cura. “Me puedes ayudar en la iglesia con la colecta y a mantener en condiciones la Casa de Dios. ¿Sabes latín?” Yo le contesté que sí, que lo había aprendido en la cartuja, y el cura sonrió: “Estupendo, entonces podrás ayudarme en las misas, si no te importa hacer de monaguillo. Dinero no te puedo dar, pero a cambio de tu ayuda tendrás comida y alojamiento. Yo tendré tu ayuda y tú no tendrás que apresurarte para elegir tu próximo destino.” Acepté encantado la idea, ya que era lo que se esperaba de mí era algo conocido que ya había hecho innumerables veces y que me permitiría explorar de momento el mundo cercano del pueblo antes de seguir camino a otros lugares. Dejé mis cosas en la pequeña habitación que me enseñó el cura y en silencio agradecí que mi primera etapa me hubiera llevado hasta una persona que hasta ahora solo había buscado la forma de ayudarme en mi empresa.
“Vamos a cenar a la posada”, dijo el cura, “así aprovechamos para que te conozcan en el pueblo.” Asentí y salimos de la casa parroquial, una modesta casa adosada al ábside de la iglesia que aprovechaba los muros del crucero para ahorrar ladrillos: dos paredes eran los muros de piedra de la iglesia, las paredes “nuevas” apoyaban todo su peso en el edificio sencillo de la casa de Dios. Después de cruzar el camposanto, llegamos a la plaza del pueblo donde, como suele ser habitual, estaba también la posada. Al entrar me sorprendió muchísimo el ruido descomunal: parecía que todas las conversaciones del pueblo tenían lugar allí, todas compitiendo por dominar el aire, todas las voces compitiendo para ser la única que se escuchara. De vez en cuando, a la algarabía de las voces se unía el estallido de alguna carcajada sonora, o el rebufo de alguna blasfemia, gritos, al fin y al cabo, que contrataban escandalosamente con el silencio y la quietud que habían rodeado mi vida hasta entonces. Cuando los huéspedes de la posada se dieron cuenta de que había entrado el cura acompañado de alguien nuevo, se hizo un silencio un tanto incómodo que yo recibí como una bendición ya que pensaba que mi cabeza iba a estallar intentando organizar aquella marabunta de sonidos. Nos hicieron sitio en una mesa y, mientras nos sentábamos, el cura me confió un secreto: “Se han callado porque piensan que los voy a maldecir y excomulgar por haber blasfemado en mi presencia, todavía no se han acostumbrado a que no son esas palabras las que hieren al Señor, Él comprende estas cosas, sino las malas acciones y la falta de caridad con el prójimo. Y desde luego, no seré yo quien amordace las bocas de estas buenas gentes que encuentran su solaz usando palabras malsonantes después de haberse deslomado para que sus familias puedan vivir dignamente. Y muchos de los que hay aquí, cuando tienen algo de más, lo comparten con los menos afortunados, así que, en mi mente de cura de pueblo, son las mejores personas que se puede pensar.”
El tono discreto, el volumen ridículo del comentario del cura hizo que se perdiera parte de las palabras, aunque el mensaje me llegó con una claridad meridiana: aunque las palabras no sean bonitas, da igual, se nos juzgará por nuestras acciones. Y después de muchos saludos y parabienes, por fin nos trajeron algo de comer acompañado, eso sí, por un caleidoscopio acústico que me estaba causando más dolor de cabeza que el vino peleón que el posadero se empeñó en servirme contra mi voluntad diciendo “bebe de esto, que así te harás hombre”. Me preguntaba yo qué tenía que ver el brebaje que me dio con la hombría, pero preferí guardar silencio justo después de dar las gracias: no quería ser descortés con aquel hombretón que me sonreía como si fuera un pariente lejano.

De vuelta a casa, le dije al cura que tenía la sensación de llevar la cabeza metida en una orza de manteca: el oído entumecido, los sonidos llegando muy mitigados a través de un zumbido constante y una sensación nueva, como si la tierra se moviera de un lado a otro en una especie de columpio gigantesco. El cura se rió, me despeinó con un gesto familiar y me dijo: “intenta dormir, mañana hablaremos de la sensación de ir en barco y del dolor de cabeza.” “Pero, si no me duele la cabeza, padre” dije como buenamente pude. El cura sonrió y me dijo ”todavía, no, ya me cuentas cuando te despiertes mañana.” Y con esas palabras me tendí en el jergón, empecé mis oraciones de la noche y, antes de darme cuenta, me quedé dormido ebrio de ruido y, por primera vez en mi vida, de alcohol.

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