Libros...

Nota: Este texto es un fragmento de un relato más extenso que todavía estoy escribiendo, pero como hoy coinciden el Día del Libro, Sant Jordi y el IV centenario de la muerte de dos grandes genios, Cervantes y Shakespeare, me ha parecido apropiado publicarlo aquí. 



“¿Qué es un libro, maestro?” preguntó el Aspirante. El maestro miró al niño curioso y, con sonrisa cómplice, señaló el anaquel que había junto a la ventana. “Además de desorden, ¿qué ves allí?” El Aspirante dirigió la mirada a donde señalaba el maestro y, con cierta incredulidad, respondió: “Veo muchos pliegos, pergaminos, cálamos y otras cosas que os he visto usar en ocasiones, aunque no sé qué son”. El Aspirante siguió recorriendo con los ojos curiosos y excitados del explorador los artefactos del anaquel intentando recordar su utilidad y cuándo y cómo el maestro los había tenido en sus manos.
“Maestro, ese objeto de piel que usáis para vuestros rezos, el que tiene pliegos cosidos, ignoro su nombre.” El maestro asintió con un gesto y comentó: “Eso es precisamente un libro. Al menos en lo material, porque, como todo en este mundo, los libros tienen una parte que podemos tocar y otra que, aunque no se puede tocar, es lo que da vida al objeto.” Los ojos del Aspirante tuvieron un destello de reconocimiento que no pasó desapercibido al maestro. “Pero ¿no había dicho que solo los seres humanos tienen esa naturaleza doble, por un lado materia y por otro espíritu? ¿Cómo puede tener un objeto la misma naturaleza que un humano?”
El maestro esperaba precisamente esa reacción, sabía que la curiosidad de su discípulo no le iba a permitir conformarse con una respuesta simple, así que, con una nueva sonrisa por el afán de conocimiento del Aspirante, intentó guiar su mente inquisitiva hacia las razones que hacían de los libros algo tan especial. “Mírate las manos, por favor. Dime qué ves.” “Solo veo la piel, los dedos” respondió el Aspirante. “¿Quieres decir que eso es todo lo que hay en ellas?” Sonrojándose por la dudosa higiene de sus manos y reprochándose no haberse tomado tiempo para asearse antes de venir a preguntar al maestro, reconoció que también había “una cierta pátina de las actividades del día”. La rebuscada forma con la que el Aspirante justificó la suciedad de sus manos hizo reír al maestro, quien aprovechó para preguntar al alumno de dónde venían las manchas que había en los dedos pulgar, índice y corazón de la mano derecha. “He estado practicando con pluma y tinta, algún día quiero ser capaz de escribir.”
“Bien hecho. Sin embargo, cuando has mirado tus manos, no has visto las huellas que tu afán de aprender ha dejado en ellas. Además de piel y dedos, podríamos decir que tus manos son también el lienzo donde quedan las huellas de tu trabajo, de la misma forma que en tu cabeza, además de pelo, se almacenan conocimientos. Igualmente sucede con los libros. Podemos ver solo la materialidad, los pliegos cosidos protegidos por un trozo de cuero. Pero al abrirlos vemos que los pliegos contienen mucho más que papel: hay palabras, hay ideas escritas o simplemente ilustraciones, o puede que imágenes y palabras juntas. Los libros están vivos; aunque no tengan voz audible, nos cuentan lo que saben. Son maestros silenciosos que nos abren caminos a otros mundos.”

“Ya veo, maestro, que para los libros también vale eso que me decís a menudo de que no debo fiarme de las apariencias, que es fácil que haya mucho más de lo que percibimos a través de los sentidos. Pero, aun así, no alcanzo a comprender por qué se da tanto valor a un simple puñado de pliegos cosidos con una cubierta protectora. No creo que un libro sea tan valioso como una piedra preciosa, y, sin embargo, veo que hay personas que coleccionan libros como si fueran tesoros.” “Al contrario, querido discípulo,” replicó el maestro, “un libro, por pequeño e insignificante que parezca, es lo más parecido que hay a un cofre del tesoro. Por fuera son duros, incluso ásperos; dentro, sin embargo, pueden llegar a tener todo el universo, todo lo que puedas imaginar y aún más. En un libro cabe todo, desde lo más sencillo a lo más complejo, de lo más alegre a lo más triste, de lo más detestable a lo más edificante. Cualquier cosa, situación o mundo que haya podido vivir o imaginar un ser humano cabe en un libro. Y en los libros encontramos no solo lo que han vivido o imaginado otros, sino también ideas, sugerencias para hacer nuestro camino diario. El tesoro de los libros, además, siempre está ahí, no se lo lleva el viento ni lo agosta la memoria. En todo libro convive el recuerdo con la fantasía y tienen de vecinos a la ilusión, el conocimiento, la belleza. Un libro es un trocito especial de mundo, creado para atesorar lo que en algún momento fue importante para quien lo escribió. Pero el valor mayor de un libro es que siempre nos ofrece en la misma forma lo que lleva en su interior. El tesoro del recuerdo, de la belleza, del conocimiento, de la experiencia, cuando se ha recogido en las páginas de un libro, siempre estará ahí, podremos recurrir a él en cualquier momento. Las gestas de los héroes, las reflexiones de los eruditos, las ideas de los inventores, las gemas de los versos vividos, las perlas de las lágrimas de la amargura superada… todo está allí, a nuestra disposición. Esa virtud de permanencia es lo que convierte a un objeto sencillo en un cofre del tesoro, en una riqueza inconmensurable. Y por eso, querido alumno, hay personas que atesoran sus libros con el esmero que merecen las posesiones más preciadas.”

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